domingo, 27 de julio de 2008

EL FRAUDE UNIVERSAL DE LOS DERECHOS HUMANOS



Abdennur Prado


La proclamación universal de los derechos humanos nunca ha sido ni será aplicada. Su único objetivo es dar al actual orden de cosas una apariencia civilizada. Se proclaman derechos sin que exista manera de verificar que los Estados cumplan los derechos, y sin que les pase nada a los que los incumplen. La declaración universal de los derechos humanos es un fraude, y así ha sido desde sus orígenes. En el momento de votarse, en los EEUU se practicaba el apartheid y muchos países europeos tenían colonias en el mundo. Uno podría esperar que al día siguiente de votar a favor de la declaración iniciarían, motu propio, el proceso de descolonización. Pero no fue así, y los países del tercer mundo tuvieron que pelear hasta la muerte para conseguir su independencia, que solo llegó cuando se apuntalaron las dependencias económicas.


Desde 1948 los países occidentales no han dejado de proclamar con orgullo ser la patria de los derechos humanos. Unos derechos que nunca han aplicado, ni piensan tomar ninguna medida que conduzca a implementarlos. Los únicos derechos humanos logrados lo han sido por la presión de los trabajadores y de la sociedad civil. Porque, en nuestra ingenuidad, los ciudadanos nos creímos que los derechos humanos fueron proclamados para ser cumplidos. Creímos de veras que se trataba de derechos, en el sentido pleno del término. No comprendimos que en la Declaración la palabra derechos funciona como un eufemismo, que no se trata de derechos en sentido jurídico, sino en un sentido apenas metafísico.


Los derechos humanos nunca han sido pensados para ser aplicados como una ley que tengan la obligación de respetar los Estados, y la actualidad nos lo demuestra. El día 18 de junio, 367 eurodiputados europeos votaron a favor de la posibilidad de internar en campos de concentración a los millones de inmigrantes sin papeles que viven en Europa. Dieciocho meses de cárcel por emigrar, incluidos niños. ¿Qué le podemos decir a Alberto, un chaval argentino de 21 años que se pasó tres años trabajando en negro para un empresario de la construcción, quien lo dejó en la calle hace unas semanas, y que ahora está amenazado por la cárcel? ¿Qué le podemos decir a Rashida, quien ha trabajado como mujer de la limpieza sin contrato hasta hace una semana, y que ahora descubre que es tratada como una delincuente?


La cuestión es bien simple: se dejó entrar en Europa a millones de personas porque el capital necesitaba mano de obra barata. Se regularizaron los que hacían falta, y se dejaron sin regularizar el resto para que trabajasen como esclavos. Mucha gente se ha forrado, pero estos no son ni serán perseguidos. Mientras la economía estaba boyante, la especulación disparó el precio del ladrillo y con el boom inmobiliario nos endeudamos todos. Ha caído en picado el nivel de vida de las masas, para beneficio de bancos, políticos, constructores y recalificadores de terrenos. Y son precisamente estos quienes nos quieren hacer creer que la culpa de la actual crisis es de los inmigrantes. Ahora el capital ya no los necesita: patada y se acabó.


Los gobiernos europeos no gobiernan para el pueblo, ni tienen los mínimos criterios morales. Son instrumentos de un capital despiadado, para el cual las personas son meras fuerzas de trabajo, que una vez exprimidas pueden tirarse a la basura. La democracia en Europa ya no tiene nada que ver los ideales que le dieron nacimiento. Ha quedado reducida a una mera fórmula externa, que nada tiene que ver con la consecución de una sociedad más humana y más igualitaria. Un sistema político que es compatible con la injusticia y con el hambre, es un sistema que debe ser denunciado como inhumano. Es un sistema que debe renovarse, no en un sentido reaccionario, sino en un sentido de progreso.


El día 18 de junio el proyecto político de la Unión Europea se ha mostrado en toda su crudeza. La directiva de la vergüenza ha puesto de manifiesto que el concepto de ciudadanía genera nuevas desigualdades y formas de explotación. Hace años que Giorgio Agamben nos avisó de que el campo de concentración sería el paradigma político del siglo XXI. También señaló que debíamos hacer política sin referencia alguna a los derechos humanos, ya que estos apuntalan el concepto de ciudadanía como regla de exclusión. El Estado se sitúa por encima del bien y del mal, una especia de divinidad que tiene el Poder Absoluto de decidir quien es y quien no es un ciudadano.


Si los derechos humanos fueran realmente universales, no podrían ser limitados por el concepto de ciudadanía, y éste no quedaría al arbitrio del Estado. Los derechos, sea cuales sean, deben ser iguales para todas las personas que viven en una sociedad, sea cual sea su procedencia, raza, religión o sexo. En otro caso los derechos humanos no son más que un enunciado de poder, una coartada a través de la cual otros poderes nos controlan. Si los derechos humanos fueran de verdad derechos, irían a la cárcel todos los eurodiputados que han votado a favor de esta directiva. Porque en una sociedad humana, quien vulnera los derechos de otras personas es un delincuente.